Asunción de perspectivas ajenas en procesos empáticos cognitivos
Publicado en Volumen 13 – 2020, Nº. 1
Resumen:
[Al objeto de establecer una cierta correlación de ideas entre filosofía y psicología, en lo concerniente al estudio de la capacidad empática cognitiva que nos permite asumir perspectivas ajenas, se sugiere la posibilidad de que, tanto la intuición fenomenológica, como la simulación mental, correspondan, ambas, a fenómenos vinculados con ese sutil proceso inferencial reflejo, que constantemente completa una muy limitada capacidad de percepción directa, por nuestra parte, incumpliendo, hipotéticamente, con los requerimientos de un funcionar psicofísico de carácter enactivo. Se precisa, además, que el modo adecuado de operar con él, para conseguir asimilar enfoques alternativos al propio, sería el de desplegarlo mediante evocaciones personales revivenciadas de momentos biográficos equivalentes con el modo en que el otro está «situado en el mundo», desveladas a través del estereotipo observado, en relación a él. Finalmente, se advierte que las resistencias a aceptar como propios ciertos comportamientos genera problemas al respecto.]{.s1}
«Las tres cuartas partes de las miserias y malos entendidos en el mundo terminarían si las personas se pusieran en los zapatos de sus adversarios y entendieran su punto de vista». Gandhi
«Ni lo peor del criminal me resulta extraño y, si lo reconozco en el paisaje, lo reconozco en mí.» Silo
¿Hasta qué punto desenmarañar los entresijos de la habilidad empática humana resultaría interesante a la hora de desarrollar una labor mediadora eficaz?
Admitiendo que, funcionalmente, el fenómeno empático opera siempre en sus dos vertientes (afectiva y cognitiva), de una manera compacta e indisoluble (Davis, 1980; Decety & Jackson, 2004; Preston, 2007), fijaremos nuestra atención en lo concerniente a la capacidad de adopción de «perspectivas ajenas», en general. No obstante, coherentemente con la línea argumental expuesta, nos veremos obligados a asumir tales enfoques, no como meros puntos de observación neutros, sino como modos intencionales de ubicación del sujeto en relación al mundo y a nosotros mismos. Sólo a partir de ahí, lograremos clarificar, en la medida de lo posible, cómo tal acceso, por nuestra parte, nos resulta, cuanto menos, potencialmente factible.
El protagonismo que ostenta esta habilidad (o dificultad, según el caso) en referencia al conflicto en sí y a su posible gestión, constituye un hecho prácticamente incuestionable. En ese sentido, entender toda confrontación como una coyuntural situación de bloqueo empático cognitivo (en términos corporizados (Bedia y Castillo Ossa, 2010; Varela, Thompson & Rosch, 1991)) entre partes, nos brindaría, tal vez, la posibilidad de establecer una novedosa metodología de resolución. Dispondríamos, por fin, de un ansiado marco teórico genérico lo suficientemente versátil, en lo descriptivo, a la par que preciso, en lo táctico. Ello nos permitiría obrar como mediadores de una manera más homogénea, al margen de las singularidades que toda controversia pueda poseer, eludiendo innecesarias especializaciones. Se abriría, de ese modo, la posibilidad de actuar de una manera más radical y no a partir de supuestos elementos periféricos y circunstanciales que, sólo una mirada algo superficial, podría elevar a la categoría de auténticos detonantes. En tal caso, el quehacer mediador se limitaría a actuar, soslayando todas esas cuestiones anecdóticas, con el claro propósito de restablecer ese interrumpido canal comunicativo global. Desatascando esa vía, lograríamos poner en contacto a las partes con una perspectiva alternativa (la ajena), que establecería una percepción mutua más amplia e intersubjetiva de lo sucedido. Se trascendería así el sesgo de las divergentes interpretaciones personales de la situación, que suelen generar cierto «espejismo de objetividad» recíproco, característico de toda confrontación y que constituye, a su vez, uno de los catalizadores fundamentales de la tensión competitiva inherente a toda disputa. Al hilo de lo expuesto, desentumeciendo esa anestesia emocional conjunta asociada, se abriría, probablemente también, la oportunidad de restaurar, e incluso mejorar ostensiblemente, esas relaciones interpersonales (en el supuesto de que existiesen), probablemente deterioradas tras la polémica. El conflicto quedaría así resuelto de una manera definitiva, zanjándolo del todo, en vez de simplemente encauzarlo. Operar de otro modo constituiría una sucedánea gestión del mismo, con el único propósito de evitar la incomodidad de afrontar posteriores males mayores.
¿En qué consistiría esa capacidad tan nuestra de empatizar?
Antes que plantearnos remotamente la idea de articular toda la acción mediadora en torno al concepto de empatía, hemos de adquirir primero una profunda comprensión sobre cómo se efectúa tal destreza.
Un primer conjunto de reflexiones al respecto se prodigaron, en su momento, desde el campo de la fenomenología. Se trataba, en realidad, de un desesperado intento por resolver, frente al precipicio kantiano de la subjetividad absoluta, un prematuro cierre solipsista, al que pareciera conducirnos esa heurística reduccionista característica de tal corriente. A tal efecto, (Husserl, 1979), en su «quinta meditación cartesiana», logra finalmente abrir cierto margen de comunicación intersubjetiva, presuponiendo un funcionar general análogo para toda posible conciencia (Alves, 2012). Por consiguiente, esa interioridad ajena, en principio, incognoscible, cual «ventana de Johari» entornada, se nos desvela, en última instancia, de un modo directo, mediante recreaciones múltiples de uno mismo, que aspiran a reflejar al otro, mediante un «alter-ego» concordante. Matices acerca del carácter más o menos «monadista» o «emergente» de esa figura mental; el tipo de correlación empleada con respecto a ese «ego» que trata de comprender, bien a través de elementos comunes («tipificación» epocal o de cualquier otra índole) o, por el contrario, contingentes (a partir del registro recíproco de la alteridad); su posible entidad sígnica, simbólica, perceptiva o, incluso, anímica, así como su fidelidad relativa, son elementos discutidos, posteriormente, por diversos fenomenólogos, tales como Scheler, Stein, Schütz o Luhmann, entre otros, que, sin embargo, no cuestionan la esencia del planteamiento original de Husserl, en lo que se refiere a asumir el universo cognitivo ajeno, a través del propio, de un modo inmediato y sin emplear posteriores reflexiones de carácter racional, impropias de tal metodología. (Gros, 2012; Muñoz Pérez, 2017; Pignuoli Ocampo, 2015).
Simultáneamente, hemos de considerar también las aportaciones procedentes, esta vez, del ámbito de la psicoterapia, que se fraguaron, en un principio, como consecuencia del quehacer particular de la corriente psicológica humanista, con Carl Rogers al frente. Todo surge al peraltar la importancia de la conexión empática en las sesiones con los pacientes, tratando de desarrollar lo que él mismo denominó «psicoterapia centrada en el cliente» (Armenta Mejía, 2001; Rogers, 1981). Desde ahí, se han ido estableciendo variadas estrategias para explicar y producir esa conexión empática, tales como la «conceptual», la «identificación imaginativa» y las de tipo «resonante», «experiencial» o «autoexperiencial», que Armenta, hábilmente, estructuró, con posterioridad, en una clasificación a partir, a su vez, de los trabajos previos de Vanaerschot (Armenta Mejía, 2001). Dentro de estas últimas, cabe destacar la táctica del «reflejo evocativo» planteada por Laura Rice (discípula de Rogers) (Ibíd.), sobre la que, dado su interés, volveremos más adelante.
Posteriormente irrumpe en escena el concepto de «Teoría de la Mente» (ToM), evidenciado a través del experimento de la «falsa creencia» (Flórez Romero, Arias Velandia y Torrado Pachecho, 2011; Zegarra-Valdivia y Chino Vilca, 2017) y con una clara vinculación con una empatía que trasciende ya lo meramente emocional o afectivo. A partir de ahí, surge la necesidad de hallar alguna explicación a tan interesante fenómeno, cuestionando la hipótesis inicial que suponía la existencia de una supuesta «psicología del sentido común» o norma general universal u objetiva («teoría de la teoría»). Según tal hipótesis ello nos permitiría predecir cualquier comportamiento, a partir de una exhaustiva información pertinente, acerca de las condiciones en las que el otro se encuentra (Rabossi, 2000). Las alternativas a este dudoso enfoque tan unívoco se plantearon, esencialmente, a partir de protocolos basados en técnicas de «simulación mental». En ese sentido, Gordon propuso, por su parte, una suerte de ensayo figurado en el que se reproduciría previamente al otro con sus particulares condiciones. A continuación, la idea sería proyectarse psicológicamente en él, extrayendo los datos necesarios, de manera automática, mediante lo que él mismo denominó «rutinas de ascenso». Se trataría, en definitiva de representarse, directamente, como si uno fuese el otro, adherido a sus particulares circunstancias (Gordon, 1992, Padilla-Mora, 2007). Goldman, sin embargo, planteó, a su vez, otra posibilidad en primera persona, que comenzaría con una reconstrucción mental cuyo objetivo sería «fingir» hallarse en las circunstancias ajenas, extrapolando conclusiones, después, a partir de procesos psicológicos propios. En concreto se trataría de reproducir mentalmente qué haría uno en la situación del otro (Goldman, 1993, Padilla-Mora, 2007), pero operando por simulación y no por deducción. Finalmente, el ejercicio de procesos mentales de ensayo, no excluye, en absoluto, la posibilidad de concluir, deliberadamente, con un razonamiento complementario. Apoyándose en esa premisa, Jane Heal defendió, a su vez, la idea de un modelo híbrido que combinaría la simulación con cierta teoría general, realizando ajustes finales de carácter lógico (Heal, 1994); Padilla-Mora, 2007).
En cualquier caso, considerando que, tanto filósofos como psicólogos, estarían apelando a la misma cuestión, necesariamente ha de existir alguna relación entre la «intuición fenomenológica» de unos y la «simulación mental» de los otros. No obstante, para homologar entre sí, ambas estrategias, hemos de dirigirnos previamente al origen mismo de tal habilidad.
¿Cómo pudo originarse tal habilidad y cuáles fueron sus trascendentales consecuencias?
El hecho de que el ser humano haya adquirido esta destreza, podría, tal vez, explicarse, en términos psicoevolutivos, como la consecuencia directa de la necesidad de instaurar una alternativa mimética de aprendizaje. De estar en lo cierto, ello paliaría carencias significativas de instintos esenciales en las primeras fases del desarrollo, derivadas, a su vez, de una altricialidad neoténica impuesta por el «dilema obstétrico» (Wittman & Wall, 2007). El hecho de establecer una imprescindible conexión senso-motora que permitiese transcribir actos ajenos percibidos, en movimientos propios, desembocaría en una integración perceptiva de la motricidad. Dicha función se asumiría como una faceta más a considerar, en el seno de una cognición que no cabría ser ya entendida en términos exclusivamente mentales, sino también corporales (cognición corporizada) (Bedia y Castillo, 2010; Varela, Thompson & Rosch, 1991). Este consecuente enfoque global del quehacer psicofísico, asociado al concepto de «enactividad», colisiona frontalmente con el modelo tradicional, de carácter computacional (cognitivismo), basado, a su vez, en la dicotomía cartesiana mente-cuerpo (derivada de la ancestral dualidad cuerpo-alma y referente del actual tandem hardware-software) (Álvarez, 2017).
Una arquitectura psíquica de tipo computacional precisaría de un único estímulo (o «input») para activarse, pero un funcionar «enactivo» requeriría, sin embargo, de toda una matriz mutisensorial de información (propia y del medio) para poder operar con la coherencia mínima necesaria. Un psiquismo de tales características trabaja con percepciones y no con simples sensaciones aisladas. Por consiguiente, los estímulos han de ser siempre estructurados en forma de objetos en función de un imprescindible criterio selectivo concreto, que esconde, tras de sí, una intención, consciente o inconsciente, determinada de antemano (Brentano, 1935; Heidegger; 2010; Sartre, 2007; Silo, 1989). Por otro lado, hemos de reconocer, de facto, la escasez de datos preceptúales directos aprehensibles en un instante preciso. Ello nos conduce irremediablemente a la única solución posible, que consiste en establecer todo tipo de compulsas suposiciones, que complementen ese enorme vacío, cerrando inciertas ambigüedades. Tal inercia se alimentaría, como único recurso disponible, de recuerdos extraídos de la propia experiencia acumulada, ya que los estímulos procedentes del medio no resultarían cualitativa y cuantitativamente suficientes como para movilizar toda esa complejidad psíquica de elementos coordinados entre sí. Por consiguiente, una importantísima consecuencia, fruto del requerimiento de una psicofísica con una manera de obrar tan compleja, a la par que compacta, serían las, «inferencias cognitivas automáticas». Es, precisamente, a través de esos patrones mnémicos evocados y proyectados, de manera refleja, sobre esos escasos elementos sensoriales directos percibidos, como operamos funcionalmente en el mundo. Pese a ello, vivimos, como los cavernícolas de Platón, bajo el poderoso influjo de la ilusión de considerar rememoraciones automáticas como si fuesen auténticas percepciones, convirtiendo en «real» u «objetivo» un mundo que, en rigor, constituye, en su mayor parte, una mera reconstrucción imaginativa y subjetiva realizada mediante la actualización de vagos recuerdos. (Silo, 1989, 2014).
No obstante, más allá de esta cuestión, lo cierto es que esa capacidad de retroalimentación complementaria, genera la potencialidad necesaria para elaborar representaciones y, con ellas, ensayos mentales de todo tipo. En ese sentido, cabe señalar que recientes investigaciones realizadas mediante «resonancia magnética funcional» han evidenciado que en el acto de imaginar, en relación con la percepción, la información circula justo al revés. Es decir, la corriente circula desde el lóbulo parietal del cerebro (que se encarga de procesar sensaciones), al occipital, (responsable de procesar las imágenes) (Dentico et al., 2014). Tal capacidad es la que, finalmente, nos permite trascender esa primitiva estrategia de prueba-error tan característica del resto de seres vivos, inaugurando, a partir de ahí, eso que conocemos como inteligencia, en un sentido estrictamente popperiano. Otra consecuencia todavía, si cabe, más importante, que se deriva, a su vez, de esta novedosa destreza, radica en el hecho de que esa misma reversibilidad inferencial podría servir también como mecanismo de intraestimulación, motorizando toda esa estructura psicofísica, a través de la representación (Silo, 2014). Gracias a ello, nos hallamos ya ante un ser independiente de los posibles reclamos sensoriales procedentes de un medio que, en definitiva, a partir de tal autonomía, aspira a modificar. Es decir, esa conectiva sensitivo-motriz consecuente, inevitable para desarrollar un aprendizaje por imitación, podría haber impulsado todo un conjunto interrelacionado de modificaciones concomitantes (enactividad, identidad, inferencia, simulación, reversibilidad,… etc.). Nos hallamos, sin embargo, frente a epifenómenos de carácter emergente, que se producirían de manera simultanea, pese a que nuestro psiquismo cinematográfico sólo alcance a asumirlos como simples cadenas lineales de acontecimientos. Sin embargo, lo que, en realidad, nos importa de todo este asunto, no es plantear una secuencia causal válida. Lo esencial consiste en verificar cómo, las múltiples relaciones existentes entre cada uno de los elementos que incorpora, terminaron confiriéndole un carácter cualitativamente singular, más lamarckiano que darwiniano. Esa «reacción inferencial refleja», surge con la vocación inicial de completar las inherentes carencias de una limitada percepción frente al requerimiento de un funcionar enactivo. No obstante, la posibilidad de cebar, circuitos neuronales precisos, pudo perfectamente abrir, de par en par, las puertas de esa nueva y prodigiosa capacidad, anteriormente mencionada, denominada intencionalidad.
Por consiguiente, no estaríamos en presencia ya de un individuo pasivo que refleja actos, con mayor o menor acierto, reaccionando improvisadamente a un incesante torbellino de estímulos, en un intento por sobrevivir a toda una tormenta de amenazas. Nos hallamos, por el contrario, ante un sujeto que se emplaza de un modo activo y, por lo tanto, todo su psiquismo comienza a organizarse voluntariamente, de manera compacta, en torno a íntimos propósitos (Ortega y Gasset, 2000; Silo, 1989). Posee expectativas y, en función de ellas, se coloca de una determinada manera a modo de actitud (Heidegger, 2010; Silo 1989), desplegando todo un abanico de comportamientos. Parafraseando a Nietzsche (2005), diríamos que no somos puntos, sino «flechas del anhelo», que arrancan de lo más profundo de nuestro ser, pero que afloran, no obstante, en ese espacio exterior intersubjetivo que todos compartimos.
Por consiguiente, cuando los filósofos aluden a cierta intuición fenomenológica o los psicólogos especulan con procesos de simulación mental, ambos observan, en realidad, fenómenos que guardan una estrecha relación con ese impulso inferencial descrito.
A su vez, al intentar asimilar ese universo interior ajeno exclusivamente en función de elementos ocasionales, aparentemente determinantes, se comete el error de omitir esa significativa condición intencional a la que aludíamos. De ese modo, queda degradado de sujeto, que se ubica activamente con un propósito, a objeto pasivo, sometido, por completo, a la influencia de una situación, a partir de la cual, se le intenta luego, equivocadamente, caracterizar. Ese albedrío tan específicamente humano, incorpora, en esa consustancial libertad, su propia negación, como una opción más, por lo que resulta, del todo, ineludible (Sartre, 2007). Por ese motivo, no existen ya, en el ser humano, posicionamientos objetivos o neutrales posibles. En su fuero interno, esa necesidad carencial que registra; eso que anhela y a lo que ansía dirigirse; esas decisiones que adopta y esa porción de universo que ordena y en la que fija su atención, forman una única estructura que se sintetiza y se manifiesta en un modo de «estar en el mundo» (Heidegger, 2010; Silo, 1989). Sin embargo, no poseemos acceso directo a la mayor parte de tales aspectos, estrechamente vinculados con esa disposición concreta en relación al medio, dado que, en una primera instancia, la profundidad ajena constituye para nosotros una incógnita a despejar. Las únicas pistas que poseemos al respecto, en el mejor de los casos, son los gestos, la postura, el tono de voz, los movimientos que realiza y las acciones que ejecuta. A su vez, todos esos elementos mencionados, pese a su relativa complejidad, se manifiestan, con frecuencia, mediante comportamientos automáticos estandarizados, adquiridos biográficamente por imitación y codificados posteriormente en forma de roles (Ammann, 1980).
Por lo tanto, sin esa componente esencial a nuestra disposición, la idea que nos formamos acerca del otro tiende a trivializarse a partir de ramplonas simplificaciones que se entroncan más con la literatura, que con la compleja realidad humana. Dibujamos, así, una grotesca caricatura ajena, que termina reduciendo al otro a un mero personaje, que perpetuamos, a veces, a través de motes o apodos. Terminamos, así, despojándole, por completo, de cualquier atisbo de humanidad, etiquetándole bajo algún banal epígrafe concreto. No se está afirmando, sin embargo, que esa idealización reduccionista sea completamente ilusoria y no guarde ninguna relación con el otro. Lo que queremos expresar es que no debemos cometer el error de considerar que el otro es simplemente eso… Es muchísimo más que eso… Pero eso también. Hay quienes recomiendan evitar tales estereotipos como mecanismo eficaz para empatizar mejor pero, al operar de ese modo, se pierde una referencia demasiado valiosa y útil, en esa tentativa de conectar con el otro. Muy al contrario, hemos de admitir que existe cierta correspondencia estructural, aunque sesgada, entre ese «clisé» y el otro, en toda su extensión (Roig, Tormen y Barberena, 2006).
En definitiva, un primer contacto con aquel nos obliga, de algún modo, a establecer o representar, en nuestro interior, la imagen adicional de un «alter-ego», en un intento por reflejar al otro, con la mayor fidelidad posible. Esto se produce ya desde el mismo momento en que cualquier individuo es percibido por nosotros, de manera meramente tangible y no debemos hacer nada especial al respecto. Ahora bien, tal y como venimos observando, ese otro, aparece, en esa recreación mental, que de él realizamos, como una especie de carcasa hueca modelizada que debe, después, ser rellenada. El contenido necesario resulta ser, precisamente, esa interioridad que le confiere, a aquel, ese carácter específicamente humano, distinguible de esa suerte de arquetipo que parece representar, para nosotros, en una primera instancia. El puente entre las dos posibles idealizaciones del otro (simplemente objetal o humanizante) viene determinada, precisamente, por la existencia, o no, de esa conexión empática. Es muy importante aclarar, que nosotros no tratamos, en ningún momento, con el otro, en sí, sino con la imagen que de aquel, nos hacemos.
Como ya sabemos, somos enteramente capaces de realizar todo tipo de ensayos mentales. En esencia, tales actos no suponen otra cosa que múltiples representaciones de uno mismo, tal y como sucede en el noble arte del teatro. Sin embargo, a diferencia de lo que cotidianamente me ocurre con el otro, en este caso, sí que existe la posibilidad de un registro inmediato y directo de las mismas, dado que la intimidad ajena pasa a ser equivalentemente propia. En definitiva, soy perfectamente capaz de emplazarme, respecto a mi futuro inminente, apuntando (somos flechas) con una tendencia idéntica a la que el otro me deja entrever. En tal situación, mi propia interioridad, inferida automáticamente a partir de la intencionalidad correspondiente a tal reubicación, coincidirá necesariamente con la de aquel. Porque cuando uno intenta «ponerse en el lugar del otro» resulta que algo concreto debe de estar haciendo… ¿Cómo puedo colocarme exactamente igual, desconociendo o ignorando tan significativa cuestión?… ¿Cuál es, en definitiva, ese «lugar» donde debo situarme?… Precisamente, esa manera de «estar en el mundo» es ese preciso «lugar» en el que debo ubicarme para empatizar correctamente. Es ese vínculo que existe entre él mismo y sus particulares circunstancias y no esa coyuntural vicisitud, en sí, lo verdaderamente relevante. Ese y no otro es el único elemento analogizante lo suficientemente confiable como para poder establecer paralelismo válido alguno. Es su comportamiento derivado de la arbitrariedad que posee a la hora de decidir cómo actuar frente a esa situación, lo que necesitamos averiguar para, a partir de ahí, intuir o simular nuestro «alter ego» correspondiente con respecto a él.
Todo este asunto, tal vez, se comprenda mejor a través de un ejemplo concreto. Supongamos que un bombero comienza, sin más, a explicarnos cómo estuvo a punto de perecer en su última intervención al derrumbarse el edificio en llamas en el que estaba trabajando. Según él nos comenta, afortunadamente, no hubo que lamentar víctimas, dado que nadie se encontraba en su interior en aquel fatídico momento.
Uno probablemente jamás haya ejercido esa noble profesión y, ni tan siquiera se haya visto envuelto en un incendio, ni falta que nos hace nada de eso… Todo eso no nos interesa en modo alguno, ni lo necesitamos para poder empatizar con un bombero… ¿Cómo está emplazado un bombero con respecto al mundo?… ¿Cuál es su actitud y mediante qué rol la expresa?… ¿Qué estereotipo se podría asociar a ese «estar en el mundo» en el caso de un bombero?… Se trata, sin lugar a dudas, del «héroe»… Por consiguiente, cabe preguntarse: ¿Alguna vez uno ha puesto en riesgo la propia integridad física para ayudar a otros?… Al plantearme yo mismo dicha cuestión, acude a mi mente un hecho pretérito concreto. En cierta ocasión, observé que una gran escalera de mano iba a caer encima de un buen número de compañeros del colegio, ajenos por completo a lo que estaba ocurriendo. En aquel momento, no dudé en colocarme delante y sujetarla poco antes de que les aplastase. No obstante, para lograr empatizar con el bombero, necesito conectar antes con la interioridad del protagonista de ese recuerdo que, si bien soy «yo» mismo, no es exactamente el «yo» que ahora lo está rememorando. De hecho, cuando traigo ese recuerdo a mi mente, observo que lo percibo como «desde fuera» y así, veo, también en la escena, al niño que era en aquel momento. Para conectar con los sentimientos y pensamientos de ese «yo» de entonces, he de revivir la situación y no conformarme con, tan sólo, evocarla. Para ello, he de desplazar ligeramente las imágenes con respecto al punto de vista del observador tácito asociado, recreando lo sucedido en primera persona, ubicándome yo como el protagonista de tales acontecimientos. Entonces sorprendido me doy cuenta de que, en ese momento, no albergaba en mi corazón miedo alguno y que, en ese instante, toda mi atención estaba centrada en impedir que alguien resultase herido por caerle la escalera encima, siendo esa, y no otra, mi única preocupación, en ese preciso momento. Recuerdo que, entonces, sentí una firme convicción de estar haciendo lo correcto y, curiosamente, actué con una gran serenidad, mientras la escalera se acercaba aceleradamente a mí cabeza, al tiempo que levantaba mis brazos, para evitar que cayese sobre todos nosotros, en vez de hacerme a un lado. Justo ahora alcanzo a entender cómo puede sentirse, verdaderamente, un bombero y no tiene mucho que ver con posibles elucubraciones realizadas, tras escudriñar el paralenguaje ajeno o especulando acerca de lo que haría uno si se viera rodeado de llamas.
Por consiguiente, tal vez podríamos responder a su relato diciendo: «Resulta curioso lo bien que se siente uno cuando actúa del modo adecuado»… ¿Es eso lo que verdaderamente desea escuchar?…
Porque la gracia del asunto no es, en realidad, comprender, en profundidad, la historia que nos cuenta… Lo decisivo, en todo caso, es comprenderle a él. Por consiguiente, volviendo nuevamente a nuestro entrañable bombero, hemos de preguntarnos, esta vez… ¿Cómo está situado en el mundo en ese preciso instante y no cuando sucedieron los hechos que nos narra?… Caigo en cuenta de que, de forma gratuita, nos está contando una experiencia personal con tintes algo épicos… En cierto modo, está alardeando… El estereotipo, claramente, es «el presumido»… ¿Qué otro propósito cabría suponer del acto de relatarnos tales hechos, sin haberle preguntado al respecto?… ¿Qué persigue con ello?… Por lo tanto, la pregunta a realizar sería: ¿Alguna vez me he jactado, ante los demás, sobre algo que hice?… O formulado de otra manera: ¿Qué tendría que suceder para que obrase yo de ese modo? Evidentemente, tras interiorizar esa actitud, advierto que ese acto de notoriedad busca, en mi caso y en el de cualquiera, cierta aprobación, reconocimiento o admiración por parte de los demás. Por consiguiente, la respuesta que ese bombero, en realidad, espera de nosotros sería, probablemente, la siguiente: «Solamente una gran generosidad y valentía hace posible que personas, como tú, velen por nuestra seguridad en circunstancias tan desafortunadas. Siento una profunda admiración a la par que agradecimiento por la labor que desarrollas».
Por todo ello, tal vez, merecería la pena redefinir el término empatía aclarando que no se trata tanto de «ponerse en el lugar físico, mental o circunstancial del otro», como de «reconocerse en el otro gracias a evocar, en uno, una conducta personal similar, volviéndola a vivenciar» (Roig, Tormen y Barberena, 2006).
Por consiguiente, deducimos que la interioridad propia y la ajena albergan realidades, en cierto modo, equivalentes, tal y como se intuía ya al advertir que todo conocimiento acerca del otro, sólo era posible a partir del propio. Es justamente gracias a los otros cómo uno consigue iluminar su propio interior (Sartre, 2007).
Naturalmente, la dificultad más importante a considerar en esta cuestión de comprender enfoques ajenos, aflora, precisamente, en las situaciones conflictivas. Ya, de entrada, si procedemos según el protocolo descrito, resultará previsiblemente probable que, en este tipo de circunstancias, se manifieste cierta reticencia a admitir que se ha obrado alguna vez de un modo que, consecuentemente, tanto se detesta. Ello es así porque, en definitiva, el rechazo visceral hacia ese comportamiento suele ser directamente proporcional a la resistencia a reconocerlo también como propio. En la psicología «jungiana» ese acervo de elementos negativos personales no admitidos se denomina «sombra». Esos contenidos se suelen emplazar como fuera, como ajenos, por completo, a uno mismo. En realidad, deberíamos asumirlos y propiciar su integración, reconciliándonos y comprendiendo las razones que nos llevaron a actuar de ese modo, en lugar de comprometer nuestra unidad interna, fragmentándola. Ese maniqueísmo característico de muchas religiones constituye precisamente una de las más evidentes manifestaciones de esa falta de honestidad propia, derivada de no querer aceptar imperfecciones (Jung, 2009). Ello se desprende, algunas veces, del hecho de ser registradas de una manera excesivamente dramática (pecados inconfesables). En otras, resultan del poder que poseen de socavar, en cierto sentido, la imagen que uno posee de sí mismo, hasta el punto de desestabilizar una más que endeble autoestima (fracasos). Por otro lado, existe cierta tendencia, además, a compensar ese desequilibrio, proyectando, en otros, tales comportamientos (Jung, 2009). De hecho, de todos es sabido que no hay peor homófono que un homosexual reprimido. Por consiguiente, esta resistencia a aceptar, como propios, según que rasgos conductuales concretos, pone de manifiesto un primer escollo a superar a la hora de impulsar el protocolo introspectivo pre-empático que venimos recomendando.
Una sutil manera de sortear tal impedimento consistiría en realizar la reconstrucción, como ya hicimos anteriormente, a partir de un supuesto, evitando, de ese modo, que posibles recuerdos asociados pudieran ser luego bloqueados intelectualmente, impidiendo su evocación. En ese caso uno podría preguntarse: ¿Qué tendría que suceder para que yo actuase de ese modo? ¿Bajo qué circunstancias podría yo llegar a obrar de esa manera? Al final, esa recreación se realizaría, de todas maneras, con material biográfico propio pero, a cambio, habríamos logrado esquivar, con la estrategia descrita, una posible compulsión racional de autocensura.
En definitiva, una conexión empática cognitiva adecuada que nos permita entender en profundidad el punto de vista del otro, se ha de efectuar de una manera autoexperiencial, mediante un reflejo evocativo, posteriormente revivenciado. En todo caso, se ha de operar en relación a la actitud intencional, o «modo de estar», manifestado por el otro, deducido a través del estereotipo ajeno observado.
¿Cómo podríamos introducir el elemento empático en la práctica mediadora y qué beneficios cabría obtener de tal maniobra?
Imaginemos que una entidad bancaria inicia los trámites legales para actuar contra un cliente suyo por el impago reiterado de cuotas, referidas a un crédito hipotecario solicitado por él, en su momento, para adquirir el inmueble donde reside actualmente. La circunstancia de que la empresa donde trabajaba quebrase hace meses fue la causa que le impidió afrontar las mensualidades del préstamo. No obstante, en ningún momento les comunicó este hecho al considerar que la carencia de ingresos constituiría una situación provisional. Finalmente, sus desvelos por encontrar un nuevo trabajo, lo antes posible, son recompensados con una impersonal carta donde se le amenaza con iniciar el embargo de su casa si no asume inmediatamente las obligaciones de su deuda.
Echándole imaginación al asunto, seguro que se podrían hallar soluciones mucho más beneficiosas para ambas partes que el desahucio y posterior subasta de la propiedad. Sin embargo, cualquier acuerdo técnicamente posible quedará fuera de nuestro alcance si no propiciamos antes un acercamiento mutuo. Es de esperar que, a esas alturas, el cliente perciba al banco bajo el estereotipo de una inquisidora mafia de extorsionadores sin escrúpulos que sólo pretenden despojarle de su hogar. A su vez, los empleados implicados directamente en la operación se verán obligados a sortear la contradicción que supone tan implacable proceder y tenderán a tipificar al cliente mediante el estereotipo de la «cigarra» de la fábula… ¿Recuerdan aquel «mantra» de «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades»?
Es decir, la aproximación inicial de las partes se podría efectuar restableciendo el canal empático bloqueado al inicio de la disputa. En ese sentido, actuaríamos en las fases iniciales del proceso mediador, mediante entrevistas individuales, planteando a nuestros protagonistas preguntas circulares que facilitasen un «ponerse en el lugar del otro», siguiendo la metodología explicada a lo largo del presente artículo.
En el caso concreto que nos ocupa y en relación al cliente, sería interesante exponerle cuestiones tales como: Si los del banco fuesen los personajes de una novela o de una película: ¿Qué papel representarían de acuerdo a como usted los percibe?. A partir de haber definido tal estereotipo, la idea sería intentar ubicarle en la misma actitud o «modo de estar en el mundo». Preguntaríamos entonces: ¿Alguna vez le ha exigido a alguien, mediante amenazas, que le devolviese algo? ¿Qué pensó y sintió entonces para ser capaz de actuar de ese modo?; ¿Qué pensaría y sentiría si en un trabajo no le ingresasen la nómina, al final del mes, sin ninguna explicación al respecto?; ¿En algún momento se puso en contacto con el banco para informarles de su nueva situación?; ¿Por qué cree, en definitiva, que el banco ha actuado de ese modo?; ¿Qué cree que piensan ellos sobre usted?; ¿Qué personaje cree representar usted para ellos?; etc.
Por otro lado, al director de la sucursal bancaria en cuestión, tras identificar el estereotipo recíproco, cabría formularle preguntas tales como: ¿Ha faltado, alguna vez, a su palabra a lo largo de su vida? ¿Bajo qué circunstancias se sintió empujado a actuar de ese modo?: ¿Por qué considera que el cliente ha dejado de abonar sus correspondientes cuotas?; ¿Alguna vez le amenazaron a usted, sin más, con arrebatarle algo muy querido? ¿Cómo se sintió entonces?; ¿Se ha comunicado con el cliente, en algún momento, para buscar alguna solución más allá de la carta que le enviaron?; ¿Qué personaje cree que representa usted para él?; etc.
Tal y como se afirmó al comienzo del artículo, contemplar todo conflicto entendiéndolo como una situación de bloqueo empático momentáneo entre partes, nos plantea un marco genérico paradigmático e independiente de las posibles especificidades que pudieran concurrir en una disputa determinada. A su vez, nos orienta estratégicamente de una manera precisa, al señalar objetivos muy concretos que facilitan la labor mediadora. Todo ello nos conduce a la necesidad de sistematizar esta práctica, de la mediación mediante la empatía, con una propuesta metodológica a su altura, en la que, lógicamente, ya se viene trabajando. No obstante, esa será una muy buena excusa para futuros encuentros. Mientras tanto, esperemos que el presente análisis contribuya a que, entre todos, situemos la noble disciplina de la Mediación en el lugar privilegiado que se merece.
Referencias bibliográficas
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