Revista de Mediación

ADR, análisis y resolución de conflictos

El estatuto del mediador civil y mercantil


Publicado en Volumen 7 - 2014, Nº. 1

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Resumen:

En el presente trabajo se van a analizar los distintos aspectos relacionados con el estatuto del mediador, en el orden que vienen regulados en el Título III de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, comenzando por las condiciones exigidas para el desempeño profesional de la labor de mediador y el importante papel que habrán de desempeñar las instituciones en cuanto a la calidad de la mediación, para seguir por el papel del mediador civil y mercantil durante el procedimiento de mediación, y finalizar con la posible responsabilidad en que pueden incurrir los mediadores en el desempeño de su labor profesional, así como las instituciones de mediación para las que presten sus servicios.

1. Introducción

El día 27 de diciembre de 2013 fue publicado en el Boletín Oficial del Estado, el Real Decreto 980/2013, de 13 de diciembre, por el que se desarrollan determinados aspectos de laLey 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, que, junto a la Ley 5/2012 a la que refiere y desarrolla, viene a consolidar definitivamente la institución de la mediación civil y mercantil en el ordenamiento jurídico español.

Tal y como se reconoce en el propio Preámbulo de la Ley 5/2012, “la figura del mediador es, de acuerdo con su conformación natural, la pieza esencial del modelo, puesto que es quien ayuda a encontrar una solución dialogada y voluntariamente querida por las partes”.

La Ley regula el Estatuto del mediador en el Título III, determinando cuáles han de ser los requisitos que ha de cumplir para poder desempeñar profesionalmente su labor, así como los principios que han de regir su actuación y su posible responsabilidad civil. Igualmente, la Ley utiliza el término “mediador” sin prejuzgar que sea uno o varios y destaca el relevante papel que van a desempeñar las instituciones de mediación a la hora de reglamentar e impulsar los procedimientos de mediación, así como la formación y requisitos de los mediadores que vayan a formar parte de las mismas.

Por su parte, el recientemente aprobado Real Decreto 980/2013 incide en la figura del mediador como pieza esencial del modelo e intenta apostar por la calidad de la mediación, imponiendo una serie de requisitos a éste.

La Ley y el Real Decreto regulan el “estatuto mínimo” del mediador, por lo que las instituciones de mediación podrán exigir, en su caso, mayores requisitos que los que se establecen en las citadas normas para seleccionar a “sus” mediadores.

A pesar de estos “mínimos” que se recogen en la Ley 5/2012 y en el Real Decreto 980/2013, está aún por verse en la práctica como se van a implementar las citadas normas y cómo se va a desarrollar institucionalmente la profesión del mediador.

Esta realidad es consecuencia de la juventud aplicativa de la mediación, así como de la inexistencia de un colegio profesional que agrupe a los mediadores en una sola corporación responsable de la ordenación del ejercicio de la profesión, la representación exclusiva de la misma, el control deontológico y la aplicación de un régimen disciplinario en garantía de las partes y de los ciudadanos, que garantice la independencia y la vigencia de los valores básicos de la profesión, así como la exigencia de formación profesional permanente de los mediadores (Marques, 2013, pp. 229-230).

En el presente trabajo se van a analizar los distintos aspectos relacionados con el estatuto del mediador, en el orden que vienen regulados en el Título III de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, comenzando por las condiciones exigidas para el desempeño profesional de la labor de mediador y el importante papel que habrán de desempeñar las instituciones de mediación, para seguir por el papel que habrá de desempeñar el mediador civil y mercantil durante el procedimiento de mediación, y finalizar con la posible responsabilidad en la que puedan incurrir los mediadores en el desempeño de su labor profesional, así como las instituciones de mediación para las que presten sus servicios.

2. Condiciones para ejercer de mediador

Tal y como señalan García-Villaluenga y Bolaños, “la calidad del proceso de mediación y de la propia institución mediadora pasa porque los mediadores que la lleven a cabo estén cualificados para ello, reconociéndose la profesionalidad como principio fundamental en todos los instrumentos internacionales relativos a esta materia. Las autoridades públicas han de promover y fomentar la formación del mediador, cerciorándose de que existen garantías mínimas de competencia” (García-Villaluenga y Bolaños, 2006, p. 48).

La mayoría de normas internacionales que hacen referencia a la mediación inciden en la necesidad de cualificación de los mediadores y en la calidad de la mediación, como uno de los puntos esenciales (Soleto, 2013, p. 304).

En la Directiva 2008/52/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de mayo de 2008, sobre ciertos aspectos de la mediación en asuntos civiles y mercantiles, se señala en su Considerando (16) que “los Estados miembros deben promover, por los medios que consideren adecuados, la formación de mediadores y el establecimiento de mecanismos eficaces de control de calidad relativos a la prestación de servicios de mediación” y en el art. 4 se establece, al referirse a la calidad de la mediación, que “1. Los Estados miembros fomentarán, de la forma que consideren conveniente, la elaboración de códigos de conducta voluntarios y la adhesión de los mediadores y las organizaciones que presten servicios de mediación a dichos códigos, así como otros mecanismos efectivos de control de calidad referentes a la prestación de servicios de mediación. 2. Los Estados miembros fomentarán la formación inicial y continua de mediadores para garantizar que la mediación se lleve a cabo de forma eficaz, imparcial y competente en relación con las partes”.

Por tanto, según se establece en la citada Directiva, las autoridades públicas habrán de promover y fomentar tanto la formación inicial, como la formación continua de los mediadores, cerciorándose de que los mismos reúnen suficientes garantías de calidad y competencia.

Tal y como pone de manifiesto Garciandía (2013), “en el plano internacional, no existe un modelo unificado de formación que se le deba requerir a un mediador. Debido a la novedad de esta profesión y a la diversidad de prácticas dependientes de modelos culturales diversos, no existe un programa fijo y curricular. Ahora bien, sí existe consenso sobre la necesidad de completar un programa de entrenamiento y aprendizaje, basados en conocimientos interdisciplinares aportados por la Sociología, el Derecho, la Psicología, la teoría de los sistemas y las técnicas de negociación” (Garciandía, 2013, p. 151).

La mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea se han ocupado de regular la formación inicial y continua de los mediadores y los criterios de cualificación del profesional de la mediación varían mucho de unos países a otros. Hay algunos países, como Reino Unido, que no han entrado a regular requisito alguno para ejercer como mediador, habiendo de obtener los mismos su instrucción en el sector privado, cuya prestación no se encuentra regulada. También hay otros países en los que sólo se establecen condiciones para ejercer la mediación en servicios públicos pero no regulan el ejercicio privado o libre de la mediación (Finlandia, Luxemburgo, Malta, Holanda, Polonia, Eslovenia y Suiza).

Por lo que respecta a nuestro país, la vigente Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, establece en el art. 11 que “pueden ser mediadores las personas naturales que se hallen en pleno ejercicio de sus derechos civiles, siempre que no se lo impida la legislación a la que puedan estar sometidos en el ejercicio de su profesión”.

Además, “el mediador deberá estar en posesión de título oficial universitario o de formación profesional superior y contar con formación específica para ejercer la mediación, que se adquirirá mediante la realización de uno o varios cursos específicos impartidos por instituciones debidamente acreditadas, que tendrán validez para el ejercicio de la actividad mediadora en cualquier parte del territorio nacional” y “suscribir un seguro o garantía equivalente que cubra la responsabilidad civil derivada de su actuación en los conflictos en que intervenga.”

El primer requisito al que hace alusión en el art. 11 hace referencia a la necesidad de que los mediadores “sean personas naturales”, es decir se niega expresamente la posibilidad de que sean personas jurídicas las que puedan llevar a cabo directamente la mediación. Las personas jurídicas que pretendan dedicarse a la mediación, sean sociedades profesionales o cualquier otra prevista por el ordenamiento jurídico, deberán designar para su ejercicio a una persona natural que reúna los requisitos previstos en la Ley, pero no podrán prestar directamente el servicio.

Las instituciones de mediación habrán de impulsar la mediación, facilitar el acceso a la misma y administrar el procedimiento, designando al mediador o mediadores –personas físicas, en todo caso– que habrán de hacerse cargo de la mediación, pero la propia institución no podrá prestar directamente el servicio y habrá de comprobar que las personas físicas por ella designadas cumplen con los requisitos que la propia Ley establece para poder ejercer como mediador.

El segundo de los requisitos que ha de cumplir el mediador es encontrarse en “pleno ejercicio de sus derechos civiles”, por lo que hay que remitirse a las normas específicas referidas al respecto en el Código Civil, quedando en consecuencia excluidos tanto los menores de edad, aunque estén emancipados, como los incapacitados por resolución judicial, con independencia del grado de incapacidad declarado.

La tercera de las condiciones hace alusión a la no existencia o concurrencia de impedimento por razón de la “legislación a la que puedan estar sometidos en el ejercicio de su profesión”. En este sentido, los únicos profesionales que legalmente estarían impedidos de poder ejercer profesionalmente como mediadores serían los jueces y los fiscales. El estricto régimen de incompatibilidades que recoge el art. 389 LOPJ, para los jueces y magistrados, y el art. 57 EOMF, para los fiscales, hace que sea práctica y materialmente imposible encajar la posibilidad de que dichos profesionales jurídicos puedan llevar a cabo funciones de mediación, de hecho salvo la docencia o investigación jurídica, así como la producción y creación literaria, artística, científica y técnica, derivadas de aquella, no pueden realizar actividad alguna, retribuida o no, que no sea la propia del ejercicio de sus respectivas profesiones.

Por su parte, en el art. 17 de la Ley de Arbitraje se recoge una imposibilidad de carácter relativo al establecerse que “el árbitro no podrá haber intervenido como mediador en el mismo conflicto entre éstas”, salvo que existiera acuerdo en contrario de las propias partes, en cuyo caso podrá salvarse tal impedimento, como sucede en el caso del medarb.

Otro de los requisitos hace referencia a la necesidad de que el mediador cuente con un seguro o garantía equivalente a fin de cubrir la eventual responsabilidad en que pudiere incurrir en ejercicio de su labor profesional, aspecto que comentaré con mayor detenimiento cuando me refiera precisamente a la responsabilidad de los mediadores y de las instituciones de mediación.

En nuestro país, el tema de la formación del mediador, de trascendental importancia para el buen fin de la mediación, ha pasado un tanto inadvertido para el legislador español que lo contempló por primera vez en el texto del Real Decreto-ley 5/2012, de 5 de marzo, de mediación en asuntos civiles y mercantiles y en la posterior Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles que deroga el anterior Decreto-ley, pero no lo había hecho así en los anteriores Anteproyecto y Proyecto de Ley de mediación, aunque sí estaba exhaustivamente regulado en todas las leyes autonómicas sobre mediación familiar, además de forma mucho más concreta y detallada que en la propia Ley estatal, lo que sin duda va a dar lugar a problemas de interpretación y aplicación de las distintas normas. Tal y como ponen de manifiesto Duplá y Enzler, “podemos afirmar que la regulación autonómica existente a día de hoy, al menos en lo relativo a la mediación familiar, es mucho más concreta y detallada en cuanto a los requisitos de formación del mediador y también que existe una evidente falta de coordinación entre ésta y la actual Ley estatal 5/2012. Todo lo cual puede conllevar en los próximos meses ciertos problemas de orden práctico que deberán ser abordados con el fin de alcanzar un mínimo de formación común de nuestros mediadores, sea cual fuere su ámbito de actuación, y reforzar de este modo los objetivos de calidad y garantías que dicha institución se merece”. (Duplá y Enzler, 2013).

Tras la reciente aprobación del Real Decreto 980/2013, de 13 de diciembre, por el que se desarrollan determinados aspectos de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, tampoco se ha solucionado definitivamente la cuestión, toda vez que se establecen una serie de requisitos mínimos de formación para ejercer de mediador que son inferiores a los exigidos en la mayoría de normas autonómicas, sin que se señale nada al respecto de cómo se van a cohonestar los requisitos exigidos en la normativa estatal y la autonómica. Tal y como destaca Etxeberría (2012), “ya sea legal o reglamentariamente, el proceso formativo para la especialización varía de una Comunidad Autónoma a otra, pero ronda en torno a las 200 y 300 horas (la más extensa es la prevista en el Decreto 66/2008, de 30 de mayo, valenciano que prevé un mínimo de 300 horas teóricas y 60 prácticas)” (pp. 236-237).

En el art. 11.2 de la Ley 5/2012, simplemente, se establece que para poder ejercer de mediador se habrá de estar en posesión de título oficial universitario o de formación profesional superior y además acreditar formación específica en mediación. A diferencia de algunos países y de la mayoría de leyes autonómicas sobre mediación familiar, no se limita el ejercicio de la mediación a determinados profesionales, sino que simplemente se exige estar en posesión de una titulación oficial universitaria o de formación profesional superior, y ello a pesar de las presiones recibidas desde diversos colectivos profesionales que pretendían atribuirse en exclusiva dicho ejercicio.

Además de esta formación de origen, se exige igualmente en el art. 11 de la Ley que el mediador cuente con “formación específica para ejercer la mediación, que se adquirirá mediante la realización de uno o varios cursos específicos impartidos por instituciones debidamente acreditadas, que tendrán validez para el ejercicio de la actividad mediadora en cualquier parte del territorio nacional”.

Esta cuestión es quizás la que más debate y polémica suscitó en su momento, ya que no se especificaba en qué había de consistir dicha formación, cómo tenían que ser los cursos o cuáles habrían de ser las instituciones debidamente acreditadas para impartir los mismos.

En este sentido, el Real Decreto 980/2013, de 13 de diciembre, por el que se desarrollan determinados aspectos de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, viene a regular estas cuestiones, si bien establece una serie de mínimos, no entrando a detallar con exhaustividad ninguno de los temas controvertidos. En el texto se sigue manteniendo la idea de una concepción abierta de la formación, de conformidad con “los principios de libre prestación de servicios y libre competencia que rigen la actuación de los mediadores”.

En consecuencia, no se establecen requisitos estrictos o cerrados respecto a la configuración de la formación, por lo que simplemente se señalan una serie de requisitos mínimos, y se insiste en que dicha formación habrá de estar relacionada “con la titulación del mediador, su experiencia profesional y el ámbito en que preste sus servicios”, si bien no se establece posteriormente cómo se articula tal relación.

La principal novedad introducida por el Real Decreto hace referencia a la formación mínima exigible al mediador, que viene a duplicar el número de horas exigido en proyectos anteriores. Se establece en el art. 5 que “la duración mínima de la formación específica del mediador será de 100 horas de docencia efectiva”.

Sin duda, resulta adecuado el incremento del número de horas de formación mínima exigible, es más acorde con la predicada calidad a la que se hace mención tanto en la Ley como en el propio Real Decreto, aunque la calidad no ha de medirse única y exclusivamente en el número de horas, sino básicamente en los contenidos y exigencia de los programas formativos.

En cuanto al contenido de la formación del mediador, se señala en el art. 4 que “la formación específica de la mediación deberá proporcionar a los mediadores conocimientos y habilidades suficientes para el ejercicio profesional de la mediación, comprendiendo como mínimo, en relación con el ámbito de especialización en el que presten sus servicios, el marco jurídico, los aspectos psicológicos, de ética de la mediación, de procesos y de técnicas de comunicación, negociación y de resolución de conflictos”. En este punto, entiendo que el enunciado es demasiado genérico o abierto, no se especifica el peso o la importancia que han de tener cada una de las materias relacionadas, además de no hacerse referencia, por ejemplo, a los distintos ámbitos en los que ha de desarrollarse la mediación en virtud de lo dispuesto en la propia Ley. Habría sido conveniente desarrollar más específicamente el contenido programático de dichos ámbitos formativos, a fin de, en la medida de lo posible, dotar de un mínimo de exigencia o uniformidad a los distintos programas de formación.

Respecto de la formación práctica, se incrementa también el porcentaje mínimo exigido en anteriores proyectos que pasa de un 30% a un 35%. Como novedad, asimismo, se establece en el art 4.2 que “las prácticas incluirán ejercicios y simulación de casos y, de manera preferente, la participación asistida en mediaciones reales”. Obviamente, esta formación práctica es la ideal, entiendo que la práctica es esencial en la formación del mediador y la misma ha de incluir necesariamente ejercicios, dinámicas y simulación de casos, pero no sé si el legislador es consciente de la inviabilidad de exigir hoy por hoy, como parte de la formación práctica, y además con carácter preferente, la participación asistida en mediaciones reales, dado que el número de mediaciones en la actualidad es manifiestamente insuficiente para cubrir la demanda de formación que se está llevando a cabo y sólo algunas instituciones de formación cumplen con dicho requisito.

Otra importante novedad es que desaparece cualquier referencia a la formación realizada a distancia, es decir de carácter no presencial o semipresencial, contemplada expresamente en anteriores proyectos. Se señala en el art. 5 que “la duración mínima de la formación específica del mediador será de 100 horas de docencia efectiva” y en el art. 3, simplemente se estipula que “el mediador deberá contar con formación específica para ejercer la actividad de mediación”. Sin embargo, no se especifica en el Real Decreto qué ha de entenderse por docencia efectiva, o cuál es el valor de los cursos online o semipresenciales, así como si van a tener validez los ya realizados y cómo se computa o valida la formación práctica ofrecida por dichos cursos. Éstas son sólo algunas de las cuestiones que pueden plantearse y que entiendo van a suscitar bastantes problemas en la práctica, ya que son muchos hasta la fecha los cursos realizados que introducen una parte semipresencial en la formación y otros los que se han realizado íntegramente online.

En cuanto a la formación continua que se va a exigir a los mediadores, finalmente el legislador se ha limitado a exigir 20 horas cada cinco años, en una o varias actividades, pero sin especificar los contenidos de la misma, aunque se señala que habrán de ser de carácter eminentemente práctico. Se establece también que los cursos de especialización en algún ámbito de la mediación serán computables a efectos de formación continua.

Por lo que respecta a los centros de formación que podrán llevar a cabo la formación específica en mediación, se establece en el art. 7 que habrán de contar “con la debida autorización por la Administración pública con competencia en la materia”, pero sin especificar qué Administración será la designada al efecto. Entiendo que la Administración con competencia habrá de ser el Ministerio de Justicia.

Como novedad, y con el fin de velar por la calidad de la formación ofrecida desde dichos centros, se señala que “los centros que impartan formación específica para el ejercicio de la mediación habrán de contar con un profesorado que tenga la necesaria especialización en esta materia” y “reúna, al menos, los requisitos de titulación oficial universitaria o de formación profesional de grado superior. Asimismo, quienes impartan la formación de carácter práctico habrán de reunir las condiciones previstas en este Real Decreto para la inscripción en el Registro de Mediadores e Instituciones de Mediación”. A este respecto, señala Barona (2013) que “se trata de obtener títulos que profesionalicen en mediación, lo que obliga a que se trate de centros con prestigio, que hayan demostrado a lo largo de su trayectoria que son perfectamente permeables a la formación de mediadores. Obviamente tanto las Universidades como los Colegios profesionales entrarían dentro de esta categoría, y mucho más aún si existiera una simbiosis entre los colectivos y las Universidades, para obtener un reconocimiento que se hallare avalado por quien o quienes ejercen con continuidad la función de formación y de capacitación profesional. Ello no es óbice a la posible existencia de centros privados de prestigio que puedan igualmente ofrecer estas posibilidades formativas y que su título pueda ser reconocido como tal por quienes deberán avalar en el futuro éstos, ora de forma directa ora indirecta a través en este último caso de la inclusión en los Registros de Mediadores” (pp. 242-243). Parece lógico exigir a los profesionales que vayan a instruir a los mediadores, como mínimo, los mismos requisitos que a las personas a las que van a formar.

Se establece la obligación de los centros de remitir al Ministerio de Justicia, a través de su sede electrónica, “sus programas de formación en mediación, indicando sus contenidos, metodología y evaluación de la formación que vayan a realizar, así como el perfil de los profesionales a los que vaya dirigida, acompañando el modelo de certificado de la formación que entreguen a sus alumnos”, de lo que cabe deducir, pese a que no se señale expresamente, que la Administración pública con competencia en la materia para autorizar los centros de formación será el Ministerio de Justicia, como señalé anteriormente.

Para que la mediación pueda tener futuro es imprescindible abogar por la calidad de la misma y ello pasa ineludiblemente por la profesionalidad en su desempeño. Si no se exige una formación seria y rigurosa y un efectivo control de la calidad y profesionalidad de los mediadores y de las instituciones que hayan de formar a los mismos, la mediación está claramente abocada al fracaso.

Considero que sería conveniente la creación de un Comité de expertos que preste apoyo al Ministerio de Justicia para la concreción de los mecanismos de control de calidad sobre los programas académicos de los centros de formación, así como sobre la efectiva capacitación profesional de los mediadores e instituciones de mediación.

La profesionalidad de la mediación y, por ende, la calidad de la misma, es el elemento esencial sobre el que ha de girar la integración de la mediación en nuestro sistema de Justicia. Si la implementación de la mediación no se lleva a cabo adecuadamente y bajo unos estrictos parámetros de calidad que garanticen el buen fin de la misma, no tendrán ningún sentido los esfuerzos realizados hasta la fecha.

3. Las instituciones de mediación

Las instituciones de mediación van a desempeñar un papel fundamental en la implementación y desarrollo de la mediación civil y mercantil.

Tal y como se establece en el art. 5 de la Ley 5/2012, “tienen la consideración de instituciones de mediación las entidades públicas o privadas, españolas o extranjeras, y las corporaciones de derecho público que tengan entre sus fines el impulso de la mediación, facilitando el acceso y administración de la misma, incluida la designación de mediadores, debiendo garantizar la transparencia en la referida designación”.

Por tanto, la Ley les atribuye la trascendental labor y la responsabilidad de impulsar la mediación, habiendo para ello de facilitar el acceso a la misma, dotándose en consecuencia de las infraestructuras necesarias a fin de proporcionar los medios materiales y humanos que sean necesarios a tal fin.

Otra de las importantes tareas que atribuye el legislador a las instituciones de mediación es la de llevar a cabo, cuando sean requeridas para ello, la designación de los mediadores que habrán de llevar a cabo el procedimiento de mediación.

A tal efecto, habrán de disponer de un listado o de un registro de mediadores y seleccionar para cada asunto al que consideren más capacitado y adecuado para llevar a cabo la mediación solicitada, tanto en función de la formación de origen del mediador, como de su especialidad en un ámbito determinado de la mediación, experiencia o cualquier otro criterio que consideren indicado para proceder a tal designación.

Éste no es un tema baladí para la propia institución, habiendo de tener muy en cuenta el establecimiento de buenos criterios de selección, toda vez que la propia institución va a responder también de la actuación profesional de los mediadores por ella designados.

Los criterios de selección y los requisitos que vaya a exigir la institución de mediación a sus mediadores los habrá de establecer la propia institución, lógicamente nunca estarán por debajo de los que la Ley exige, pero nada les impide ser más exigentes a la hora de requerir una determinada formación o experiencia profesional y esto, en definitiva, es lo que va a diferenciar la calidad de las instituciones de mediación. Tal y como señala Quintana (27 de abril de 2013), “para las instituciones es de capital importancia fomentar aquellas notas que las puedan diferenciar y consecuentemente hacer competitivas. Por ello, deben garantizar que sus mediadores están de verdad capacitados para mediar en las áreas o campos que publiciten, lo que no solo se circunscribe a tener conocimientos de mediación civil o mercantil, por ejemplo, sino que acrediten haber sido instruidos en técnicas, herramientas, modelos y normas deontológicas, así como haber realizado un porcentaje mínimo de prácticas o entrenamientos”.

Se hace alusión en la Ley igualmente a que la institución de mediación habrá de garantizar la transparencia en la designación de los mediadores. Para ello, la institución de mediación habrá de tener a disposición de los usuarios y del público en general su propio listado de mediadores, en el que habrá de constar la formación de origen de los mismos, su formación específica en mediación, especialidad, experiencia, así como cualquier otro dato relevante.

También es importante, a los citados efectos, que se conozca cuál es el sistema de designación de los mediadores de la propia institución (la forma en que se hace, los criterios que se siguen, el órgano responsable de la designación o las condiciones de aceptación del encargo por parte del mediador, etc.).

Todo ello, por supuesto, no obsta al absoluto respeto al principio de la autonomía de la voluntad de las partes que podrán acudir a la institución de mediación y designar libremente al mediador que decidan por entender que es el más adecuado para llevar a cabo “su” procedimiento de mediación.

Las instituciones de mediación han de velar por la buena actuación de sus mediadores y, en este sentido, habrán de disponer de sus propias normas de funcionamiento y de un reglamento que vele por el establecimiento y observancia de los valores de la mediación en su organización interna y establezca un régimen sancionador en caso de incumplimiento de los mismos.

Tal y como se establecía en la Disposición final octava de la Ley 5/2012, “el Gobierno, a iniciativa del Ministro de Justicia, podrá prever reglamentariamente los instrumentos que se consideren necesarios para la verificación del cumplimiento de los requisitos exigidos en esta Ley a los mediadores y a las instituciones de mediación, así como de publicidad. Estos instrumentos podrán incluir la creación de un Registro de Mediadores y de Instituciones de Mediación, dependiente del Ministerio de Justicia y coordinado con los Registros de Mediación de las Comunidades Autónomas, y en el que en atención al cumplimiento de los requisitos previstos en esta Ley se podrá dar de baja a un mediador”.

En cumplimiento de dicha previsión, se aprobó el comentado Real Decreto 980/2013, de 13 de diciembre, por el que se desarrollan determinados aspectos de la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, que con la finalidad de facilitar la publicidad y transparencia, prevé la creación de un Registro de Mediadores e Instituciones de Mediación que tendrá carácter público e informativo y se constituirá como una base de datos informatizada accesible a través de la página web del Ministerio de Justicia.

La inscripción en el Registro sólo será obligatoria para los mediadores concursales, pero tendrá carácter voluntario, tanto para los mediadores, como para las instituciones de mediación y permitirá acreditar la condición de mediador a los efectos previstos en la Ley de Mediación, previa comprobación del cumplimiento de los requisitos exigidos en la misma por parte de los responsables de la gestión de dicho Registro.

El Registro finalmente tendrá tres secciones, una para los mediadores, otra para los mediadores concursales y otra para las instituciones de mediación.

4. El papel del mediador en el procedimiento de mediación

La figura del mediador es la pieza esencial del sistema y su actuación durante el procedimiento de mediación va a resultar clave para el buen fin de la misma. Partiendo del carácter autocompositivo de la mediación, el papel del mediador va a consistir fundamentalmente en ayudar a las partes implicadas en un conflicto a que intenten gestionar de forma adecuada el mismo a fin de que puedan ir eliminando o superando sus diferencias para llegar a una solución mutuamente aceptable y satisfactoria para ambas.

El mediador habrá de comprobar que efectivamente las partes han comparecido voluntariamente al procedimiento de mediación y velar porque dicha voluntariedad se mantenga a lo largo del mismo.

Una vez iniciado el procedimiento de mediación, el mediador ha de intentar conducir a las partes en su proceso de negociación a superar sus diferencias y llevarlas a la solución que ponga fin a las mismas, en consecuencia, ha de conocer y manejar convenientemente las herramientas de la negociación, así como su procedimiento, a fin de guiar a las partes en ese intento de acercamiento, aportándoles nuevas variables y dinámicas en su proceso de interacción que les permitan modificar sus posiciones iniciales y sus formas de comportamiento.

Con este objetivo, el mediador habrá de facilitar la mejora de la comunicación entre las partes, aportarles conocimiento e información y habilitar que las mismas sean capaces de hacerlo entre ellas para que puedan gestionar de forma adecuada sus intereses en orden a la consecución de un acuerdo que satisfaga en la medida de lo posible las pretensiones de todas las partes. Como señala Garciandía (2013), “puesto que la comunicación es la vía para la gestión y resolución de conflictos, cuando los canales de comunicación se han deteriorado, el mediador ayuda a las partes a restablecerlos para que lleguen a regular sus conflictos por sí mismos. El mediador guía, favorece la comunicación con la creación de lo que algunos autores denominan el tercer espacio, con el objetivo de crear modos de comunicación respetuosos y constructivos. Es por ello que sus técnicas y estrategias van orientadas a identificar los intereses y necesidades de las partes y a generar un diálogo que facilite el camino hacia soluciones integradoras” (p. 167).

Respecto de la obligación del mediador, recogida en el art. 13 de la Ley 5/2012, de velar porque “las partes dispongan de la información y asesoramiento suficientes”, entiendo que ello no implica que el mediador haya de prestar asesoramiento jurídico a las partes, esa labor ha de corresponder en todo caso a los abogados de las mismas y si no los tuvieren y el mediador entiende que es necesario cualquier tipo de asesoramiento legal habrá de recomendarles que los busquen, pero no debe dar por sí mismo dicho asesoramiento ya que puede favorecer o perjudicar a alguna de las partes y con ello al propio procedimiento de mediación al quebrar su deber de imparcialidad. El asesoramiento y la información a los que se refiere la Ley implican que el mediador debe cerciorarse de que las partes saben perfectamente a qué se comprometen y que saben cómo funciona el procedimiento de mediación, habiendo de velar porque las partes a lo largo del mismo no tengan ni la más mínima duda de lo que está sucediendo en cada momento. En este sentido, tal y como pone de manifiesto Otero (2011), “la información que deben recibir las partes sobre el proceso es muy amplia. Abarca plazos, costes materiales y psicológicos, explicación de sus derechos y deberes, obligatoriedad de cumplir el acuerdo al que se llegue, posibilidad de abandono en cualquier momento del proceso, etc. Es importante no sólo que el mediador proporcione esta información a las partes, sino que se asegure de que las partes la comprenden y la aceptan” (p. 96).

El mediador tiene como función principal conseguir generar, a lo largo del procedimiento de mediación, las condiciones adecuadas que faciliten la comunicación entre las partes, a fin de que sean capaces de ir transformando su visión inicial y subjetiva del conflicto para, precisamente a través de un proceso de comunicación distinto, ir avanzando en la búsqueda de una solución consensuada, y a tal fin habrá de dirigir sus esfuerzos y estrategias.

Es fundamental que el mediador con su conducta durante el procedimiento se gane la confianza y aceptación de las partes. La aceptabilidad implica que las partes han de aprobar su presencia y que están dispuestas a escucharle y a colaborar con él, permitiéndole que se incorpore a su disputa y que les ayude a gestionar la misma a fin de intentar buscar una solución. Por tanto, habrá de ser el mediador quien con su correcto desempeño profesional se gane dicha aceptación de las partes.

Es importante, igualmente, que el mediador prepare adecuadamente las sesiones y que lo haga, si es posible, con la debida antelación pues ello le va garantizar en gran medida el correcto desarrollo de las mismas y, en definitiva, del procedimiento de mediación. En este sentido, señala Vidal (2011) que “una vez iniciada la mediación, para las sesiones siguientes el mediador deberá preparar el terreno para conducir el proceso y deberá analizar las preguntas abiertas y cerradas que podrá utilizar, así como las herramientas y estrategias que faciliten la comunicación entre las partes. La preparación de una sesión también requiere prestar atención a la sesión anterior y a las anotaciones, advertencias y sugerencias que se hayan producido. En efecto, es conveniente que al acabar cada sesión el mediador ponga en orden las notas que ha ido tomando, como también que reseñe las impresiones, emociones y comunicaciones verbales y no verbales que haya observado de cada parte. Este ordenamiento es básico para la continuación de las sesiones, y es fundamental que antes de cada sesión el mediador haga un repaso de la anterior, recuerde el resultado y determine los objetivos de la nueva sesión. Las partes agradecerán esta dedicación del mediador a su caso” (p. 149).

El mediador ha de ayudar a las partes a reorientar pragmáticamente la enunciación de su problema, cambiando la visión del conflicto que traen las partes para llevarlas a una reconceptualización de éste que les permita avanzar en la búsqueda de una solución negociada que ponga fin al mismo. El mediador va a funcionar, en consecuencia, como un gestor o facilitador del procedimiento, cuya misión es conseguir que cada parte pueda dar a sí misma y a la otra lo que cada una de ellas necesita, situándose en el procedimiento de tal forma que pueda generar las condiciones apropiadas para que las partes sean capaces de generar propuestas y alternativas propias que les lleven a la solución de su conflicto.

Ahora bien, el papel del mediador no se ha de reducir única y exclusivamente a actuar como facilitador del proceso de comunicación e interacción entre las partes, sino que ha de adoptar un papel más activo, velando porque las partes dispongan en todo momento de la información y asesoramiento que sea necesario y orientando en todo momento su labor a lograr el acercamiento entre las partes con el fin de que las mismas puedan lograr una solución a la disputa que les ocupa. Tal y como señala Garciandía (2013), “se trata de una especie de liderazgo positivo que implica promover la participación de las partes en cuanto a la reflexión, la identificación de intereses y necesidades, así como favorecer la toma de decisiones y alcanzar acuerdos” (p. 161).

De hecho, éste es el perfil de mediador que se ha recogido en la Ley 5/2012, de 6 de julio, de mediación en asuntos civiles y mercantiles. Así, en el art. 13, se establece que “el mediador desarrollará una conducta activa tendente a lograr el acercamiento entre las partes, con respeto a los principios recogidos en esta Ley”.

Existen dos perfiles de mediadores, el mediador facilitativo o facilitador y el mediador evaluativo o directivo.

El mediador facilitador adopta una postura poco intervencionista durante el proceso, su labor se limita, como su nombre indica, a facilitar el proceso de comunicación entre las partes protagonistas del conflicto para que las mismas consigan avanzar en la búsqueda de una solución consensuada, pero en ningún caso se involucra en el fondo del asunto, el cual entiende corresponde en todo caso a las propias partes.

Es el modelo de mediador acogido en la mayoría de legislaciones autonómicas sobre mediación familiar, lo cual, por otra parte, es perfectamente lógico, dado el ámbito de actuación. En mediación familiar, normalmente, el mediador adopta este perfil facilitador, limitando su actuación a acercar las posturas encontradas de las partes, pero dejando que las mismas gestionen efectivamente sus diferencias, porque nadie mejor que las propias partes conocen cuáles son las circunstancias y el contexto de su conflicto en particular, por lo que el mediador no ha de involucrarse activamente en el fondo del mismo y no ha de ofrecer soluciones, dejando que sean éstas las que lleguen, en su caso, a los acuerdos que tengan por conveniente.

Ahora bien, cuando hablamos de mediación propiamente civil y mercantil, de asuntos en los que, normalmente, no hay implicaciones de carácter familiar, donde las emociones y sentimientos de las partes se gestionan de forma diferente al tratarse de cuestiones de carácter económico, mercantil o empresarial, y donde las partes quizás acuden al mediador precisamente por los conocimientos técnicos que el mismo pueda tener sobre el fondo de la cuestión litigiosa, en estos casos, el papel del mediador puede ser más activo.

El mediador evaluativo o directivo se involucra más en el procedimiento, orientando su labor profesional, en todo caso, hacia la búsqueda del acuerdo. La cuestión de si puede el mediador en este caso proponer soluciones a las partes es una cuestión ciertamente controvertida. Entiendo que si las partes, en este tipo de conflictos de naturaleza civil, mercantil o empresarial, son incapaces por sí mismas de generar opciones encaminadas a la solución del problema y demandan del mediador una postura más activa en este sentido, pidiéndole que les facilite algún tipo de alternativa, el mediador podría involucrarse y ofrecer soluciones a las partes.

Ahora bien, puede ofrecer varias soluciones, no una única solución. En estos casos, donde las partes no son capaces de vislumbrar ningún tipo de salida a su conflicto, el mediador podría ofrecer varias posibilidades de acuerdo para que, en todo caso, sean las propias partes las que decidan sobre cuál de ellas trabajar en orden a la búsqueda de su acuerdo. Si el mediador sólo ofrece una solución a las partes –que posiblemente será la que él mismo considera más adecuada–, puede suceder que dicha solución no resulte satisfactoria o adecuada para una de las partes, por lo que ésta quizás pueda entender que el mediador pretende perjudicarla o favorecer a la otra, con lo que la imparcialidad de éste podría quedar seriamente comprometida.

En cualquier caso, es preferible siempre que el mediador intente llevar el procedimiento de mediación haciendo que sean las partes las que, en todo momento, gestionen su conflicto y, en consecuencia, sean capaces de conseguir generar opciones sobre las que trabajar una solución, pero entiendo que no pasa nada porque en un momento determinado, y con el fin de avanzar en el procedimiento de mediación y en la búsqueda del acuerdo, el mediador, basándose en sus conocimientos y experiencia previa, pueda ayudar a las partes ofreciéndoles una serie de posibilidades para que las mismas puedan evaluarlas, teniendo en cuenta que la solución, en todo caso, va a depender de las mismas y no del propio mediador.

5. La responsabilidad del mediador y de las instituciones de mediación

La Ley regula en el art. 14 la responsabilidad de los mediadores y se establece que “la aceptación de la mediación obliga a los mediadores a cumplir fielmente el encargo, incurriendo, si no lo hicieren, en responsabilidad por los daños y perjuicios que causaren”.

A diferencia de lo establecido en el anterior art. 14 del Real Decreto Ley 5/2012, cuya redacción recogía la responsabilidad de los mediadores por los “daños y perjuicios que causaren por mala fe, temeridad y dolo”, ahora desaparece cualquier causalidad específica, refiriendo sin más la posible responsabilidad por los “daños y perjuicios que causaren”, favoreciendo un modelo de responsabilidad culposa por parte del mediador que vendrá referido al régimen general de responsabilidad del art. 1902 del Código Civil. Para Esplugues (2012), “asumiendo que la relación entre las partes y el mediador es de carácter contractual, del artículo 14 se derivaría una referencia a una responsabilidad únicamente civil y de base exclusivamente contractual, por obligacional, que se circunscribiría temporalmente al tiempo en que el mediador esté ejerciendo sus funciones de mediación” (p. 97).

Para MARQUES CEBOLA, “el mediador, en la práctica de la mediación, podrá ser responsabilizado: 1) contractualmente, por violación del contrato de mediación; 2) civilmente, por malas prácticas, debiendo las partes ejercitar acciones directamente contra el profesional si sufrieran daños resultantes de la conducta del mediador; 3) disciplinariamente, en relación a violaciones de los Códigos Deontológicos aplicables, y 4) penalmente, siempre que cometa un delito o falta punible” ( Marques, 2013, p. 251).

Por lo que respecta a la responsabilidad contractual, la misma podría venir producida por el incumplimiento de alguna de las obligaciones a las que el mediador pudiere haberse comprometido con las partes en el contrato de mediación suscrito con las mismas, por lo que éste habrá de observar una serie de precauciones a fin de no comprometerse en el cumplimiento de determinados resultados o plazos por ejemplo, porque si es así y posteriormente incumple sus compromisos podría quedar sujeto a responsabilidad. Según señala Barona (2013), “sólo desde que se acepta por el mediador el encargo, nace su obligación de cumplir el mismo, realizar su actividad mediadora, y solo desde este momento es posible no cumplir con la obligación o hacerlo no adecuadamente, generando una posible producción de daños y perjuicios derivados por su actuación o su no actuación (dado que el encargo puede incumplirse desde una posición activa o una de omisión). Y esa relación es claramente contractual” (p. 306).

En cuanto a la responsabilidad profesional, el mediador habrá de cumplir fielmente con todos los deberes que la Ley establece respecto del mismo, derivados precisamente de su ejercicio profesional. Así, tal y como se ha comentado anteriormente, el mediador habrá de tener formación específica en mediación, conocer todas las técnicas y herramientas y ponerlas en práctica en cada momento oportuno del procedimiento, habrá de respetar escrupulosamente los deberes de imparcialidad, neutralidad y confidencialidad, debe informar con claridad a las partes de las características y principios de la mediación, así como de cuanto acontezca en su desarrollo y de la posible necesidad de asesoramiento jurídico, ha de velar por la igualdad y equilibrio de las partes, etc.. Igualmente habrá de observar todas aquellas normas de conducta a las que pueda estar sujeto por prestar sus servicios para una institución de mediación determinada, la cual obviamente podrá disponer de su propios Códigos de conducta, de buenas prácticas o deontológicos.

Hay que tener en cuenta, tal y como ponen de manifiesto Valero y Cobas, que la relación entre el mediador y las partes es “una obligación de medios y no de resultados, porque el mediador precisamente conduce a las partes a que encuentren su propio camino, en lo que respecta al conflicto, su misión es precisamente guiar a los destinatarios de la mediación en relación a esto, por tanto los resultados que se obtengan dependen de muchas cuestiones, no concernientes al mediador, ni tampoco es responsable de la no consecución del acuerdo. El mediador cumple su función con independencia de que se consiga o no el acuerdo, si actúa con la diligencia debida en correspondencia con el cargo” (Valero y Cobas, 19 de septiembre de 2012, p. 5).

La actuación del mediador no es, pues, de resultado, pero sí debe ser activamente responsable, por el papel que le ha atribuido el legislador, en cuanto ha de ser quien dirija el procedimiento de mediación, con todos los deberes y obligaciones que le son inherentes. El mediador habrá de responder, en consecuencia, de todas las actuaciones por él realizadas que puedan ocasionar algún perjuicio a las partes.

Sin embargo, el tema de su diligencia profesional va a ser una cuestión francamente complicada de verificar en caso de una posible reclamación por alguna de las partes que pueda sentirse perjudicada, habiendo ésta de demostrar que la conducta del mediador incurrió en el incumplimiento de alguna obligación legal o en una acreditada mala praxis profesional y que, además, dicha infracción o conducta provocó daños y perjuicios que, en todo caso, habrán de ser debidamente probados. En el mismo sentido, señala Marques que “elementos esenciales de la responsabilidad profesional de los mediadores son la existencia de daños y la prueba del nexo de causalidad entre el daño y la violación cometida por el mediador. No es suficiente la existencia de daños especulativos en relación a posibles resultados, siendo absolutamente necesario que la parte perjudicada pruebe y cuantifique que la mala práctica del mediador originó determinados perjuicios concretos y específicos”. (Marques, 2013, p. 248).

Como garantía de la comentada responsabilidad de los mediadores, la Ley en el art. 11.3 dispone que “el mediador deberá suscribir un seguro o garantía equivalente que cubra la responsabilidad civil derivada de su actuación en los conflictos en que intervenga”, constituyéndose como una obligación ineludible y requisito condicional para poder ejercer profesionalmente.

Igualmente, en el Real Decreto 980/2013 se regula la obligación de aseguramiento de la responsabilidad civil profesional del mediador. Se establece en el art. 26 que “todo mediador deberá contar con un contrato de seguro de responsabilidad civil o una garantía equivalente por cuya virtud el asegurador o entidad de crédito se obligue, dentro de los límites pactados, a cubrir el riesgo del nacimiento a cargo del mediador asegurado de la obligación de indemnizar por los daños y perjuicios causados en el ejercicio de su función”.

Respecto de los posibles daños que pueden, en su caso, ocasionar los mediadores se hace mención en el art. 27 del Real Decreto a la infracción de los principios de imparcialidad y confidencialidad, error profesional o la pérdida o extravío de expedientes y documentos de las partes.

El seguro podrá ser contratado a título individual por el mediador o dentro de una póliza colectiva que incluya la cobertura correspondiente a la actividad de mediación, como viene sucediendo ya en la práctica.

Se dispone igualmente en el art. 28 que “la suma asegurada o garantizada por los hechos generadores de la responsabilidad del mediador, por siniestro y anualidad, será proporcional a la entidad de los asuntos en los que intervenga”.

También, se introduce la obligación del mediador de informar a las partes, con carácter previo al inicio del procedimiento, de la cobertura de su responsabilidad civil, habiendo de dejar constancia de la misma en el acta inicial, aspecto que resulta ciertamente excesivo ya que tal previsión no se contempla para otras actividades profesionales.

Por lo que respecta a la responsabilidad disciplinaria, la misma derivará del incumplimiento de los deberes y obligaciones del mediador, independientemente de la existencia de un posible daño derivado de dicho incumplimiento.

Nada se establece al respecto ni en la Ley 5/2012, ni en el Real Decreto 980/2013, no existe un régimen disciplinario general aplicable a posibles infracciones de los mediadores, por lo que habrán de ser las propias instituciones de mediación las que creen sus propias normas al respecto.

En cuanto la posible responsabilidad penal en que pueda incurrir el mediador, la misma, evidentemente, sólo podrá venir derivada de la comisión de algún ilícito penal por parte del mismo, por ejemplo posibles amenazas o agresiones a las partes, si bien se hace complicado plantear siquiera tales supuestos.

También, tal y como se establece en el art. 14 de la Ley, cabe exigir responsabilidad a la institución de mediación a la que, en su caso, pertenezca el mediador, con independencia de las posibles acciones de reembolso que ésta pueda ejercitar contra el mismo. Así, el perjudicado podrá bien dirigirse directamente contra el mediador o contra la institución para la que preste sus servicios.

Además, la Ley también delimita una responsabilidad exclusiva de las instituciones de mediación por el posible incumplimiento de sus propias obligaciones. A este respecto, señala Barona (2013) que “en este caso la responsabilidad exigida a la institución podría producirse por la falta de publicidad en la designación del mediador, por la designación de un mediador que no cumple las condiciones establecidas, por la falta de regulación de unas reglas de actuación y un procedimiento transparente de pago de provisión de fondos, por exigir más provisión de fondos a una parte que a otra, por no devolución de parte de la provisión de fondos tras la determinación de los gastos que se hubieren podido ocasionar, etc.” (pp. 314-315).

Según se establece en el Real Decreto 980/2013, la obligación de aseguramiento de la responsabilidad de las instituciones de mediación podrá venir producida por la designación del mediador o por el incumplimiento de alguna de las obligaciones que les incumben. La institución de mediación también habrá de asumir, solidariamente con el mediador, la responsabilidad derivada de la actuación de éste, garantizándose de esta forma la previsión establecida en la Ley que faculta al posible perjudicado para poder entablar acciones tanto contra el mediador como contra la institución a la que pertenezca, sin perjuicio del derecho de ésta a repetir contra el mediador por dichas acciones.

Así, en el art. 29 del Real Decreto se estipula que “con independencia de la posibilidad de asumir la contratación de la cobertura de la eventual responsabilidad civil de los mediadores que actúen dentro de su ámbito, las instituciones de mediación deberán contar con un seguro o una garantía equivalente que cubra la responsabilidad que les corresponde, de acuerdo con la Ley de mediación en asuntos civiles y mercantiles, en especial, la que pudiera derivarse de la designación del mediador”.

Dada la labor a desarrollar por el mediador, cuya misión básicamente es la de ayudar a las partes a buscar un solución por sí mismas, y teniendo en cuenta la voluntariedad del procedimiento –por lo que las partes pueden abandonar libremente el mismo en el momento que consideren que la labor del mediador no es la adecuada o no les está ayudando–, se hace difícil pensar en supuestos en los que éste pueda tener algún tipo de responsabilidad, salvo que incumpla los deberes y obligaciones que, como se ha comentado, le atribuye la Ley.


  • Emiliano Carretero Morales

    Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Procesal y Resolución Alternativa de Conflictos Universidad Carlos III de Madrid. Mediador. emiliano.carretero@uc3m.es